Aquella mañana no noté nada extraño al levantarme. Si acaso un despertar sin el correspondiente letargo que me acompaña los minutos que tardo en tomarme el primer café, pero como eso me había pasado ya otras veces, simplemente me dejé llevar por la energía matutina como quien estrena algo.
Una mañana de buen humor. Desayuno con risas y sin prisas. Y sin rastro de contienda con unos retoños despertados a lametones en lugar de a regañadientes. Una mañana de buen humor, hemos dicho.
Camino del cole, amenizamos la rutina de un camino que es el de siempre, y siempre se hace largo, jugando con las palabras y despistando a la vista. Llegamos al cole. Un nuevo lametón a mis crías y otro día por delante como el de ayer… como el de mañana.
Una mañana de buen humor, habíamos dicho, así que me dirigí contenta a la oficina: el mercado donde ejercito la profesión de «ama de casa» en que me he convertido, pero, aunque el lunes es el día que más pesa en el calendario, mantenía la (inusual) energía que me había despertado esa mañana de lunes. Había nevado y brillaba un sol de invierno que garantizaba el contraste perfecto para sacudir un alma aburrida.
Es cierto que el edificio del mercado me pareció diferente, como si brillara y convirtiera sus límites en un suave gradiente, así que mi mente racional atribuyó ese (inusual) brillo al albedo de la edificación en cualquier mañana soleada de un invierno nevado. Pero cuál fue mi sorpresa cuando, al entrar, todo era igual, pero también era diferente.
Una neblina lo cubría todo y difuminaba también el límite de las cosas, pero los colores eran tan vivos, tan brillantes, que caminar por las dos calles en que estaba diseñado el mercado parecía un paseo por la mismísima avenida de Brodway. Me froté los ojos, incrédula de mi visión, trantando de borrar el espejismo y cerrar la boca pero, al abrirlos, esos colores seguían ahí, como luces de neón de todas las tonalidades posibles, parpadeando, brillando, tras un telón de niebla difusa. ¡Guau! (*asombro). Se podía escuchar buena música mientras se respiraba un aire con olor a pachuli. ¡Humm! (*inspiración). Entonces, mi mente racional interpretó la feria de sensaciones al porro que me fumé la noche anterior (que aunque una sea una respetable ama de casa y madre de familia no ha renunciado [aún] a todos sus placeres juveniles); vete tú a saber con qué habría regado su querida maría mi querido jardinero. ¡Puf! (*resuello), ¿Estoy alucinando? ¡La madre que le parió! Voy a matar al Yiyi –pensé, y lo llamé por teléfono. Piii, piii, piii. ¡El muy cabrón, durmiendo. No, si está claro que tampoco voy a poder fumar! Pero también pensé, una vez superada la sorpresa, que fuera el peta o lo que fuera, en realidad estaba bastante bien hacer la compra en un sitio como ese, así que dejé de buscar una explicación racional a lo que estaba sucediendo y me dejé llevar por la magia que envolvía al mercado aquella mañana de lunes.
Primera estación. La pescadería. A comprar cuatro lenguados y un puñado de gambas (comprar al peso es una asignatura pendiente en esta profesión recién estrenada) que tanto le gustan a mis cachorros. Y, ¡oh, Dios! (o el dios que pueda mentar una atea) allí estaba ÉL. El pescadero, el de todos los días, el de siempre, un chico simpático, pero nada más, apareció como un hércules sin nada debajo de ese delantal a rayas verdes y negras que se ponen los pescaderos y que, normalmente, es un uniforme nada sugerente. El pescadero, el Boni, mostraba un desnudo de pecado, salpicado con esas minúsculas gotitas de agua con que rocían a los pescados. ¡Quién fuera merluza! -pensé, porque la temperatura me estaba subiendo a un nivel que competía en magnitud con mi ritmo cardiaco. En un intento por reducir el grado de excitación que se había apoderado de mí con el Boni (¡¿el Boni?!), balbuceé como pude lo que quería comprar tratando de fijar la mirada en unos ojos que siempre encontraba en la entrepierna, no sé por qué.
Se incorporó para coger los lenguados y yo, que cada vez estaba peor, levanté la vista en otro inútil intento por mantener un control que se me escapaba entre las piernas. ¡Cómeme! ¡Cómeme! -Rezaba el cartel donde ayer ponía «Pescadería Boni». Sacudí la cabeza y me acordé de lo que le pasó a Alicia en el país de las maravillas al comerse el pastel.
Mientras limpiaba los lenguados, podía ver cómo se contraían y expandían los músculos de esos brazos (Dios mío, ¿cómo no me había fijado antes?) y se le inflamaba la yugular en un impúdico envite a pasar por alto a los pescados y tirarme a su cuello, de una vez por todas, como la vampira que puedo llegar a ser. ¡Puf! (*suspiro). Y cada vez me cuesta más mantener la respiración e, involuntariamente, cierro las piernas. ¡Ahh! (*jadeo). ¿Lo habrá oído? -pregunta mi pudor. Pero él sigue al pescado y yo ya no puedo más. Una gota de sudor resbala por su frente hasta un bíceps que se me antoja infrautilizado. De repente, se inclina ligeramente hacia delante, levanta el delantal, ¡ahhh!, ¡ahhh! (*resoplo), sujeta la cola del lenguado (quién fuera lenguado, porque yo ya no puedo más), y diviso una ingle coronada por una entrepierna que ha aumentado de tamaño, ¡ahhh! (*jadeo). Y en el mismo momento en que le arranca la piel… ¡Dios!, acabo de tener un orgasmo en la pescadería. Me recompuse como pude y sentí cierta obscenidad al pagarle por la mercancía y una necesidad tremenda de fumarme un cigarrito.
Ya había recuperado la respiración cuando llegué a la frutería. Miedo me daba comprar mandarinas y plátanos, sobre todo porque después del pescadero, la frutera ya me parecía demasiado en un lugar donde está prohibido fumar. No obstante, me dirigí a la de siempre, eso sí, acompañada de la inseguridad que produce la falta absoluta de control ante el devenir. Pedí mandarinas (¿medio kilo?), un puñado, y un manojo de plátanos. Y Chary, la frutera, me contestó: Vayamos a por ellas pero, en vez de mandarinas, llévate mejor un par de cocos, que están en oferta. Me cogió de la mano y, en ese mismo instante, aparecimos bajo un cocotero en una hermosa playa caribeña. Un par de ágiles lugareños nos dieron a probar los cocos de su palmera y, así, tiradas en la playa, oliendo a sal y escuchando al viento, cerré los ojos, respiré hondo, y sí, me llevo mejor unos cocos. Mientras subían a por ellos, me quité la ropa y me di uno de esos baños atemporales que tonifican el espíritu y te dejan como nueva. Nos adentramos después en la selva y me condujo a una comunidad que allí vivía y cultivaba las mejores bananas que hayas probado nunca. Nos recibió un viejito muy simpático, de orejas grandemente perforadas. A pesar de no hablar una palabra de español, nos entendíamos perfectamente. Ciertamente, existe un lenguaje universal que se articula con el cuerpo, las miradas, el tacto y la expresión, y todos conocíamos ese idioma.
El viejito nos acompañó a través de un río y, sin parar de hablar, nos guió hasta el huerto que cultivaba la comunidad. Todo tipo de frutales impronunciables y desconocidos rodeados de una exuberante vegetación donde todo, absolutamente todo, tenía un tamaño multiplicado por dos. Unas niñas, hermosamente despeinadas, se unieron al grupo; no paraban de sonreir y fueron ellas las que escogieron el manojo de plátanos, obsequiándome, además, con dos gigantescas papayas. Metí la fruta en la mochila y, al levantar la vista, estaba de nuevo en la frutería y Chary al otro lado del mostrador.
Esta vez levité hasta la panadería. Encontré al panadero con las manos en la masa y me invitó a unirme a él para hacer mi propio pan. Me remangué la camiseta, cualquier atisbo de remilgo, y me puse a amasar la mezcla de harina y agua hasta que sonó Unchained melody por el hilo musical, así que me fui apresuradamente por lo que pudiera pasar. No estaba yo para otro de esos orgasmos espontáneos.
La niebla me acompañó hasta la salida y no pude evitar sonrojarme (y resoplar) cuando me crucé con el pescadero que entraba en la cafetería. Cuando salí del mercado, la nieve no se había derretido, a pesar de que el sol seguía brillando. Miré hacia atrás y pude leer el cartel del mercado, Mercado de sueños, ponía…
(Y ahora entiendo por qué mi chico me dice que él es mejor maruja que yo)